Cenizas

Hemos vuelto a nacer de ramas de encina seca, cada uno de nosotros pieza de un puzzle finito, de padre hacha y abuelo hombre. El fuego hará nuestros hijos y estos con el tiempo, serán basura en el mundo que hereden. Algunos podrán volar y escapar en un destello, muriendo al poco como la madre en el parto. Serán bengalas de emergencia que adviertan al gordo que quiera bajar que no lo haga, que allí al fondo solo aguarda el infierno.

El tiempo pasa a través de tus puntos, los estiramientos de tu mecedora son el compás de un segundero particular y las agujas que meneas alegremente y con maestría atemporal, evocan a las manos de Penélope. Te gusta mirar nuestra tumba, donde damos nacimiento a cadáveres con un futuro peor que el nuestro. Sólo abandonas tu atalaya privilegiada bajo necesidad imperiosa, cansada de mirar lo que ocurre al otro lado de la ventana, has decidido mirar sólo a la nuestra, que muestra una vida monótona y previsible, pero has aprendido a ver que cada retazo de ella es único e irrepetible.

Al final no somos tan distintos nosotros y tú, ¿sabes? Porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.

Las otras vidas

El Extraño vive bajo el puente de los Santos. Cada día sale a buscar con qué hacer la hoguera. Algo tiene que arder. Papelotes, papelinas y cartones, papelones, reciclados o malgastados, sucios, y hasta mojados. Él sabe reusarlo casi todo. Se conforma con un fuego pequeño, que dé vida a los huesos que por poco le sostienen. Porque el hombre es viejo, viejo como el puto mundo. Y su piel es mitad carne y mitad cicatrices, medio amor medio guerra, un poco de acero y mucho de tierra. A veces cree que el puente va a abrirse en dos y van a dejar de molestarle los coches que le ahogan el sueño. El Extraño ha muerto muchas veces, a su manera, y está cansado. Algunos días se pregunta cuántas vidas tiene, pero sólo siente una. Se acuesta al lado de su sombra, y espera el día en que el cielo caiga sobre el puente. Está seguro de que los santos irán a robarlo, porque allá arriba harán falta buenas infraestructuras, y eso nadie lo pondría en duda. El Extraño sabe que el paraíso no es para él, y se ríe imaginando santos sicarios que van por ahí, bajando al Infierno en túnica y sandalias. Llora porque él también fue ladrón y hacía milagros.