A él lo llamaron de mil maneras. Sus padres le pusieron *****, dejémoslo ahí. Lo excepcional es que fue un hombre que bien pudo nacer sin nombre, el Eterno. Dicen que llegaron a inventar un sonido nuevo, jamás escuchado por alma humana, sólo para invocarle. Su piel había llevado encima todas las pieles del Pueblo, desde aquel día que los vengó a todos. Nunca se las quitó, porque quiso vivir sin frío el resto de sus días.
Nació donde el mundo se había parado, vivió con prisas y sin pausas, murió un día de primavera bajo el puente de los Santos, con la libertad del que sólo se posee a sí mismo. Alertaron los niños, que cada tarde salían a jugar allí entre los escombros: a buscar tesoros, a vivir soñando. A veces el viejo errante inventaba historias para ellos. Cuentos extraños, pero divertidos, como aquel del coyote que comía miedo o el de los ladrones benditos. También les hablaba de una realidad de leyenda, la suya.
Que era un paria, un olvidado, un nadie, un nada, que un día fue invencible, que nunca debió creérselo, que los gringos se cagaban de miedo, que un balazo podía doler mucho pero no más que un corazón roto, que los recuerdos son infinitos pero el tiempo nos los va a robar, que si volviese estaría dispuesto a cometer cada uno de sus errores; que por más vidas y nombres, teorías, creencias, leyes, verdades a medias o mentiras que llenen el mundo, ya sean de unos o de otros, la muerte es igual para todos.