Y se fueron meciendo como olas en el mar, rompiéndose los dientes como la espuma en la orilla. La sangre como lava caía lentamente por su espalda y el volcán de sus labios no dejaba de agrietarse. Sol y Luna, día y noche eran sus pieles; arañazos y dentelladas, caricias y besos se sucedían fugaces como colas de cometa.
Sus padres jamás consentirían eso y realmente ellos mismos tampoco. Pero se dejaron llevar, el alcohol de sus bocas se derramó de una a otra y la botella seguía llena hasta que él no aguantó más. Ella quiso seguir bebiendo y trató de descorcharla con mucho ahínco. Él no se veía capaz de echar otro trago y se lo dijo con buenas maneras. Ella se sintió menospreciada, como si el cava no estuviera lo bastante frío, lo hacía por él. Él la abrazó y ella creyó morirse ahí mismo.
Cuando el equipo de búsqueda los encontró, todos vomitaron. El amasijo de carne, tripas, sangre y huesos rotos pudo hasta con los más curtidos. Los padres se volaron la cabeza por la culpa. Pero sólo Ícaro, que casualmente volaba por allí, pudo ver que era un dibujo muy concreto. La expresión más perfecta de quererse a morir.