Soñaba con mares azules de cielo, llenos de vida pura.
Caía en sus aguas, pero no podía mojarme.
En sus profundidades, mis pies alcanzaban el hielo. Como una visión cegadora, un lugar aún más al norte del Norte. No podía sentir el frío.
Allá el horizonte, y una hoguera que no dejaba de crecer. Tenía que caminar hacia ella para comprobarlo, nadie imagina un incendio en el Ártico, pero estaba contemplando uno. Llegué dando dos pasos, como sólo ocurre en los sueños.
El fuego me llevó por delante, me abrazó con sus ramas. Digo ramas, porque ya no era el fuego, sino un bosque el que me acogía. Suspendido en el aire quieto, entre miles, millones de árboles distintos, desde la tierra hasta el cielo. Rodeado del infinito vegetal, me sentía una hoja más de aquellas que llenaban todo el espacio.
Como era curioso, intenté llegar al árbol vecino, y el tronco que me asentaba se quebró como si se hubiese podrido de repente. Comenzó una caída que parecía no tener fin, aunque la maleza, benevolente, me mostró su límite. Tuve hasta la suerte de estrellarme contra el suelo y que no me doliese el cuerpo.
A mi alrededor crecían flores que jamás había visto, grandes y hermosas, desconocidas. Unos metros más allá, un anciano cavaba un pequeño hoyo en el suelo y dejaba caer unas semillas negras del tamaño de una avellana. Se giró hacia mí, mostrando su aspecto centenario. Una voz grave, surgida de las profundidades del Tiempo, me hizo entender:
-Un día deseé vivir cien años de libertad. Se me concedió lo que pedí. Lo supe porque de pronto fui libre de morir o no morir, y de hacer todo lo que desease. Ninguna ley ni persona pudieron conmigo. Nadie se explicaba este fenómeno. Durante años intentaron encerrarme y estudiarme, pero fue inútil. Cuando descubrí lo que debía hacer con esa libertad empecé a predicar. Muchos se reunían para oírme, pero por más que quisieran no podían gozar de mi privilegio. El predicador se convirtió en mito, la locura y la envidia de sus congéneres acabó con ellos en una guerra de religiones. Fui el último de los hombres. Ahora le estoy devolviendo la libertad a la tierra, mientras muero, pues ya es mi hora. La tierra podrá crecer hasta que sus frutos lo cubran todo. Algún día arderán, y su fuego derretirá los hielos. El mundo volverá a ser un gran océano, y la vida, como en el Principio, surgirá de nuevo en él.
-¿Por qué lo haces?-le dije.
-Es sencillo... no puedo ser libre solo.
…
Ahora estoy despierto, y aquel día supe que todos mis hermanos habían soñado lo mismo.